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«¡Oh mi amor es como una rosa roja, roja!», nos dice Robert Burns; a lo que Lord Tennyson responde: «Ahora duerme el pétalo carmesí, ahora el blanco; ni agita el ciprés en el paseo del palacio; ni guiña la aleta de oro en la pila del pórfido1»… Y Emily Dickinson —mi muy favorita— agrega: «A Lady red — amid the Hill, her annual secret keeps!».2 Claude McKay, a su vez, apunta: «Tus labios son como un lirio rojo del Sur, mojado con los suaves besos de lluvia de la noche…»; y Wilfred Owen concluye: «Red lips are not so red, as the stained stones kissed by the English dead»
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